miércoles, 2 de mayo de 2012

Epifanía


Ese ineludible aunque efímero momento en que uno comprende todo. Las ideas cuadran en un marco donde todo se ordena, lógicamente perfecto, y uno ve las cosas con una perspectiva distinta. De una manera en donde todas las piezas encajan, como si el universo se tratara meramente de un rompecabezas que uno tiene que armar. Las ideas son simples, pero su gran número hace que perdamos de vista el horizonte. En ese momento, uno lo sabe todo. Ese momento fugaz, en que un mundo nace en nuestra cabeza, y cada habitante del mismo levanta su tez para mostrarse, ese instante en que abren sus almas a uno. Ese instante que se desvanece rápidamente, inexorablemente, y que uno trata de recuperar a toda costa, sin éxito alguno. La iluminación desaparece, y la desazón entra en la mente de uno para adueñarse de todo, sabiendo que por un breve instante, todo era perfecto y tenía sentido, sabiendo que uno puede hallar una idea perfecta, sabiendo que esa idea se perdió para siempre. Esas ideas, utopías, mundos perfectos, en los que cada habitante, cada lugar y cada momento tienen una esencia propia, desaparecen para uno, se hacen bruma, que uno trata de retener con sus dedos pero se da cuenta que es imposible. Entonces es cuando uno inhala, tratando de apropiarse de cuanta niebla sea posible. Estas ideas incompletas, una vez plasmadas, le parecen pobres a uno, un reflejo en un mugroso charco de lo que hace tan solo un momento era algo tan real como la vida misma. Uno se llena de ira, de angustia, de infinidad de distintas emociones, añorando ese mundo que una vez ido, jamás dejará que uno retorne sino a un desvaído reflejo de él, donde la alegría y dicha se trocan en cinismo y añoranza. Esos mundos, a los que uno añora volver, son los que quitan el sueño por las noches. Y uno eternamente los ama.